sábado, 14 de marzo de 2009

El regalo.

La noche caía oscura con el peso de mil estrellas. Los perros, ladrándole a la luna, advertían que ese holgazán maloliente que pateaba latas en la esquina se traía algo bajo el gaván.

Pasó una señorita. Ciega, ciega como esa noche peligrosa, pero al fin noche. Muy linda ella, ropas ligeras, ignoraba todo el frio que la apuñalaba en todas direcciones. De pronto era porque estaba muy caliente... ella.

El tipo la paró, punzándole la mirada con maestra punteria (la única que debía tener, tras todos esos años de disparos de escopeta que lo habían dejado sordo y sin equilibrio). La pelada no dió pie con bola y, como si rindiera sus pupilas a una medusa, pero con pipí, se quedó petrificada soltando un suspiro de miedo que remplazaría los gritos que quería pegar. Convencido de su energia ocular, el tipo aflojó su gaván y alistó su llave maestra de las desgracias. Qué sorpresa cuando no la encontró, o mejor, qué sorpresa cuando no le sirvió.

El engavanado tuvo la reacción tan obvia de reposar su mirada para rastrear el paradero (o los móviles) de semejante tragedia. La chica de las ropas microscópicas volvió en sí sacuediendo su cabeza de aretes sonoros, y con una sonrisa de ternura inocente, se agachó apenas para ser escuchada:

"Este es mi regalo".

La nena cotoneó sus anchas figuras hacia la penumbra, mientras el tipo del gaván descubrió que era impotente.