domingo, 21 de diciembre de 2008

Sin huida.

Era un lugar del que no podía huir, porque estaba y no estaba. Las paredes de mármol, el piso gris, los Renoir y los Seurat fieles a sus copias, las esquinas chapadas en algo brillante. Puro dinero sucio. Toda la belleza y todo el poder respirando por entre los bifés y las mesas de adoquines infinitos. Y yo no podía huir, porque estaba y no estaba.

Me percaté por entre un espejo que las cosas no andaban bien. No porque no sabía cómo había llegado, ni porque seguro me matarían en cuanto descubrieran mi presencia nada bienvenida. Algo andaba mal, no cuadraba. Mi figura sorpresa no se vio reflejada en la cara verdadera del espejo. Para este espejo yo no existía. Para mis ojos tampoco. Parpadeaba y me los refregaba esquizofrénico para salir del engaño, pero el engaño me lo estaba haciendo moviéndome así, porque mi figura realmente no estaba. Era un ser negado. Era un ser-no ser. Un ser en una casa hermosa.
Me senté a llorar. La silla me sintió. Nunca supe realmente si a pesar de mi invisibilidad, el eco de mis berridos se escucharía en el enorme recibidor de escaleras coloniales, tal cual el recibidor trascendental de la mansión de Tony Montana. Pero igual, estaba tan triste y tan desconcertado que no me fijé en ruido alguno, sólo lloraba corriendo como loca, tratando de reflejarme en algo, el baldosín, una pileta de agua bendita (que tenía una moneda de un euro pisando una pluma en el fondo, y un letrero a la altura de la mirada: “persígnese antes de decir amén”), una ventana, un florero con hojas de Marihuana… Nada me respondía. Era ya oficialmente una cosa, como las demás cosas que adornaban esa casa de mierda.

Entonces forzaron la puerta y la abrieron con gran agilidad. Era hombre muerto. Toda la vida me pasó antes los ojos, pero claro, como yo era invisible en aquel momento, no pude ver nada tampoco. Es un cuento metafísico que nunca me pude explicar. Pero en fin, sólo sentía los eventos recordados, antes de mi última despedida (la primera comunión fue el sabor de la hostia; el parto de mi primer hijo fue un dolor en la punta del pene; mi primer aniversario fue el olor de la torta que nos llevaron los Osuna, la familia de enfrente; la muerte de mi mamá fue una punzada en el ombligo), pero nunca, nunca los pude ver.

Tan de buenas estuve que ellos tampoco me vieron: una pareja, hombre y mujer, de tez robusta, piel canela, ropas muy costosas y un collar interesante reposando en el pecho del sujeto, que más tarde encontré que era una pistola de plata. Me senté en la silla quejumbrosa con una confianza inusitada: "si la silla suelta algún aire, o hace algo, dispararán al vacio y mis chorros de sangre se verán como lluvia; si no se ven, pues habré de morir en la ceguera absoluta, y el mundo jamás verá como terminé"; eso estuvo brillante. Ahora que lo pienso, dejar de pensar en mi imagen, como lo venía haciendo hasta ese día, en ese instante, me hizo más inteligente.
Los señores se dieron un pico muy formal, seguido de un guiño no tan formal y una agarrada de rabo que hizo quedar al señor como el traqueto que era. Yo seguía sentado, mirando al vacio, mirándolos. Me percaté que en cuestión de nada en la pata izquierda delantera de la silla se apareció un plato con medio pollo asado y una papa salada. Me puse a comer juicioso. Al fin y al cabo, el hambre no es invisible.
Entonces el tipo contestó el teléfono chapado en oro con rubís por números (qué pendejada, porque debería tener un celular, ¿no?). Dos, tres palabras, que qué pasó, que por qué llegó tarde, que dónde estaba el piojoso. El tipo se emputó a lo bestia y se ensañó contra su mujer. “¡es culpa tuya!” y la zarandeaba como pandereta en novena. La tensión me absorbió. Decidí empezar con un ala, y un poco de ají que también venía en el talego, pero del que no me había percatado rápido. ¡Y qué espectáculo! La mujer lloraba, el tipo se mordía los dientes, yo chupaba tuétano. Pasé al pernil. “la colombina” según mi primito el chiquito. Se estaba poniendo interesante. La pileta entró al forcejeo después de varios chapoleos, pues la mujer del gañan le mojaba la cara con insistencia, esperando que el agua bendita le quemara los ojos al diablo aquel. Pero nada. Santo pecado: ella siendo agredida, y yo comiendo pollo. Nunca se me pasó por la cabeza si el hecho de no ser visto también me daba la cualidad de no ser sentido, de traspasar las cosas, como los fantasmas o las malas ideas. El punto es que, en algún resquisicio de moral familiar, se me obligó a no pararme hasta no acabarme el pollo y la papa. De inmediato vi (porque no tenía imagen, pero si recuerdos punzantes) un reglazo sobre mi mano derecha, y una voz reseca diciendo me que no me parara sin haber acabado.

Aquí estoy mamá. Aún tan lejos de ti, quizá donde ningún hombre ha estado nunca… y todavía te hago caso.

Una telita roja salía de la esquina de la boca de la dama. Se sentó cerca mío, llorando, y yo la quise consolar como a nadie en la vida. Le encontré un ojo morado. Entré en cólera. Le dejé el plato con los huesos a un costado de su silla (y que silla tan bonita), y me volví con brusquedad para reventar al capo ese. Pero cuando lo vi, estaba armando la supermetralla con algunas vainas que sacaba de su bifé resplandeciente. También se amarró algunas granadas al cinturón de piel de panda y salió corriendo echando madres.

Me había quedado con la palabra en la boca. Agachando la cabeza, me la quise enfriar un poco en la pila bendita. Tratando de buscar mi reflejo por última vez en el agua, me bañé la cara y seguí las indicaciones de uso de la pileta.